Berenice
de Andres Caicedo
Eso sí: ella jamás dejó de cobrarnos. Bueno, a ninguno de nosotros se le ocurrió jamás insinuarle la idea, ni siquiera cuando ella trabajaba en la casa de la vieja Carmen, o después, cuando la trasladamos a La Nueva Eva y comenzó a vestirse como una verdadera señora preponderante. Cuando era la más solicitada de la casa y había un viejo gordo que viajaba todos los martes desde Caracas para pasar la noche con ella y le dejaba cuatro billetes de quinientos. El gordo llegaba a las siete de la noche, a esa hora ya estábamos nosotros, sonriéndole a ella mientras le decía cosas bonitas y le acariciaba el pelo y le pedía más trago y al rato se entraban a su cuarto. (Tratar de recordar la manera como ella se despedía, tal vez diciendo hasta mañana o hasta el viernes, mientras el gordo cerraba la puerta). Y nos íbamos felices, sabiendo que ya tenía para los tarros de leche Klim de la niña o para comprarse dos o tres vestidos sin tener que envidiárselos a nadie. Después supimos que ella no tenía ninguna niña, y estuvo llorando cuatro días seguidos cuando le dijimos mentirosa, tanto que por fin nos dio lástima al ver el estado de sus ojos, pobrecita, se los besamos y la invitamos a uno de los cuartos, camine, y ella nos pide que le contemos otra vez el relato de Berenice, y que repitiéramos su nombre, ustedes son lo único que yo tengo, papitos, las letras de mi nombre, ¿sí?
Yo, el primero que te conoció, Berenice, el primero que te miró e inventó después el color que tenían tus ojos y a lo que sabía tu piel cuando yo te besaba, amor. Volviendo al día siguiente, al no poder más con esa sensación de presencia tuya metida en todo mi cuerpo, regresando en un domingo para estar todo el día metidos en tu cuarto, y afuera la vieja Carmen tocando a la puerta, y tú diciéndome sobre mi hombro que cierre mis oídos, que no escuche nada. Sí, Berenice, yo regresé porque no recordaba bien si te gustaba que te besaran los senos, o que, imitando a una araña, recorriera tus rodillas con mis manos. Regresé para comprender que te quería, que te adoraba al preguntarte si era que te dolía, o qué, porque te estabas quejando, y me respondías no, no, Sebastián, ese es tu nombre, ¿cierto? Sí, me llamo Sebastián, y no te dolía, no, que te siguiera haciendo, que era rico, Sebastián. Yo, el contador de ti, quien le relataba a Alfonso cómo se te ponía la cara mientras sonreías, mi profesora de literatura, y que te habías aprendido mi nombre y no hacías otra cosa que repetirlo, y que te llamabas Berenice y él me preguntaba, ¿qué clase de nombre es ese para una puta? Alfonso, ¿lo recuerdas? Ese que vino conmigo la otra noche y se metió con la vieja del cuarto vecino, la de bigote. Yo fui quien lo trajo cuando tú querías conocerlo después. Y recuerdas la cara de felicidad suya al verte pues todos los días me había oído repetir que tú eras lo único importante que me había sucedido en la vida, amor. E inmediatamente lo invitaste al cuarto, y te diste cuenta que yo me quedaría muy solo esperándote, por eso también me invitaste a mí, y desde esa noche seguiríamos haciendo lo mismo, siempre. Recuerdas también que al otro día, Alfonso compró un cuaderno de 100 hojas para llenarlo con tu nombre.
Y te ibas a ir después de que fui llevado a ti, después de ver tus ojos y comprender que eran como Sebastián me había contado. Sabes lo que significaba eso: irte después de que tus dientes estaban allí, después de que yo te acaricio esos dientes con la lengua, y hasta Clara, mi novia, me preguntó qué era lo que me pasaba, que a toda hora quería lamerle sus dientes, Alfonso, qué te pasa. Y no sé, Berenice, jamás podré saber, Clara, tal vez es porque los tenés muy bonitos, y ella sonrió y me dijo bésamelos otra vez y le obedecí, pero cómo iba a ser lo mismo, Berenice, jamás nada se podría asemejar a algo tuyo, amor, igual que mi vida y la de Sebastián y la de Guillermo después de haberte pagado el primer billete de veinte y preguntarte si eso le cobrabas a todos y supimos que no, que era únicamente a nosotros, y que nos querías de la misma manera como se quiere en las canciones. Te ibas a ir después de haber transformado nuestras vidas. (Eso también lo dicen las canciones, Berenice). Te ibas a ir después de las mentiras de Sebastián acerca de tus senos y acerca de tus ojos y después de que tus dientes y de que tu pelo y todo, amor, no puedo decirlo de otra manera, no sé, después de que todo eso era la respuesta a tu nombre, el motivo por el cual te llamabas Berenice con ese nombre de una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho letras. Palabra que me cayó en gracia que al frente hubiera una casa en la que funcionaba una sala de billares en el piso bajo, y en el segundo, un colegio de kinder, primaria y bachillerato aprobado. Estaba hablando de eso cuando salió ella. Me miró y dijo (un momento), dijo llegaste, sí, dijo llegaste, ahora sí estamos completos, ¿no es verdad, amor? Y me cogió la mano y no sé si ya dije que me estaba mirando como jamás creí que me pudiera mirar una mujer. Allí fue cuando me dijiste te adoro, así como suena, págale a Carmen el valor del cuarto, rápido, ¿sí? Hice todo lo que me pidió. Besó a Sebastián y a Alfonso en la boca, los despeinaste y te fuiste conmigo. Era la mujer más hermosa que había conocido y ponía sus muslos encima de mi vientre y permanecimos enredados no sé cuánto tiempo. Ella jamás abría los ojos, y por aquí tengo la libreta donde he escrito todas sus palabras, las cosas que me dijo. Claro, me cobró, me cobró lo mismo, veinte pesos. Después de preguntarme el nombre, y mi nombre es Guillermo y que si tenía una foto mía, le respondí que no, pero que mañana me mandaba a sacar una para dársela, para que la pongas al lado de las de ellos. Ya estábamos vestidos cuando me besó la frente, y se volvió a desnudar y los muchachos debían estar esperando afuera desde hacía mucho tiempo, pero no te preocupes, en nuestro amor no hay tiempo para esperas, así habla ella, una puta que trabaja en un prostíbulo de segunda y que se llama Berenice y es la única mujer en el mundo capaz de pronunciar palabras como esas. Esa noche, al despedirnos de ella, nos pegamos la borrachera más enorme de nuestra vida, hace dos días yo estaba siguiendo un tratamiento de antibióticos para los barros, pero qué carajos importaba. Eso fue mucho antes de que Sebastián le llevara a regalar ese cuento que se llamaba “Berenice”, en el que un tipo le arranca los dientes a su esposa. La entierra viva no más que para sacarle los dientes y meterlos en una cajita transparente.
Amanecer sobre las calles, sobre los parques, recogidos por los barrenderos de las cuatro de la mañana. Recordarla y sonreír obligatoriamente. Cuando Guillermo salió de estar con ella, cuando ella nos besó en los ojos mientras recordábamos sus caras, al salir, supimos que ya no seríamos más. Que todo se había completado entre los tres, que era una especie de pacto. Y después Guillermo trató de contar todo, se acercó bastante a la realidad de lo que había pasado porque apuntó en una libretica todas las palabras que ella dijo. Pienso a veces en esa especie de profecía que era ella, en ese destino ya escalado de su mente, que hablaba únicamente de nosotros, de conocerme, de conocer a Guillermo, a Alfonso, de amarnos a todos. Su amor no bastaba para uno solo de nosotros, eso lo dicen también las canciones y eso es todo. Guillermo dijo después que estaba siguiendo un tratamiento para los barros, a base de antibióticos, pero que era el día más feliz de su vida, de modo que los barros y el intoxicamiento se podían ir al carajo. Y llegamos al acuerdo que desde que vivíamos con la presencia de ella, teníamos empapados nuestros días de una extraña felicidad indescriptible, cómo la íbamos a poder describir si ella, la autora de esa felicidad, era la persona menos imaginable del mundo. Después de habernos acostado con ella, no llegaba hasta nuestra mente una imagen concreta de su cara, de sus ojos, de su sexo. Lo que contábamos acerca de ella, después, entre nosotros, era una gran mentira de principio a fin, porque ninguno recordaba nada. Después yo le llevaría ese cuento de Edgar Poe que se llamaba “Berenice”, en el cual un hombre entierra viva a su esposa para arrancarle los dientes con una pinza odontológica.
Cuando Marta no quiso aceptar a Guillermo como novio, Alfonso y Sebastián corrieron inmediatamente a contarle a ella. Estaban en clase de química cuando Berenice entró al salón y sacó a Guillermo de la mano. No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde eso, pero ni uno sólo de los alumnos ha podido expulsar de su mente eso que es como un vago recuerdo, que habla de una mujer maravillosa entrando una mañana a clase de química y llevándose a un muchacho de la mano. Después Guillermo lloraría sobre sus pechos, lloraría en silencio, dejando que el cuerpo de ella buscara al suyo, dejando que su piel se sumergiera chapoteando en la piel suya. Ese día Guillermo no tenía un solo centavo en el bolsillo, y ella estaba viviendo ya en La Nueva Eva, de modo que el cuarto valía cincuenta pesos. Pero él se vistió, corrió a su casa y escondió en una chuspa de papel periódico, cuatro copas de plata, único recuerdo de su primera comunión. Vendió la plata a un peso el gramo, 220 pesos en total, y le regaló el producto a ella, ella que tenía irritados los ojos nuevamente, a ella que lloraba todavía y le preguntaba a Guillermo cómo era esa tal Marta. Nada.
Marta. Clara. Marta. Lo mismo, porque mi novia también se llama Marta, todos nombres de cinco letras. Le digo a Marta que mi profesora de literatura se llama Berenice y que es la mujer más linda y más inteligente del mundo y a mí no me gustaba que Marta se burlara de su nombre, y que pidiera explicaciones entre carcajadas respecto a esta tal profesora de literatura, y yo me tenía que callar, porque ya estaba cansado de mentir, y hablar de Berenice quería decir mentir, no había otra alternativa.
No sabemos a qué obedece tu presencia, pero estás allí, amor, totalmente desarraigada de lo que nos rodea, estás allí solamente para que podamos amar, dispuesta nada más a que nuestros cuerpos pataleen enfrascados en el tuyo y se revuelquen por turno o a un mismo tiempo en tus entrañas dulces y jugosas, y ya lo ves, estamos hablando de ti nuevamente, sabiendo que no se puede, que es imposible, pero no importa, nada importa, si total, hundimos la cabeza entre tus senos y chupamos tu pelo como si fuera apio, humedecemos íntegra tu piel para mordisquearla así, para sentirla dentro o debajo o encima de nosotros. Adivinamos lo que está sintiendo tu cuerpo cuando tus rodillas nos golpean, nos maltratan en su orden de que convirtamos todo lo que te pertenezca en una hermosa masa líquida y veremos nuestras caras, retratadas allí donde sabes que está la palabra felicidad escrita de la manera más desconocida. Te contamos que en nuestras casas no hacen más que preguntarnos qué es esa vaina que hay allí colgada de la pared, Berenice. La vaina es la foto tuya en la que solamente se advierte un relampagueo manchoso. Y les respondemos que no es nada, moviendo la cabeza y sonriendo, divirtiéndonos como locos al pensar, maravillados, que ni siquiera una cámara fotográfica puede llegar a recordarte. Claro, sí, mete tu mano entre mis piernas y agarra todo, agarra todo, amor, repite otra vez que solo nos tienes a nosotros y que no existe nada más porque los cuatro juntos queremos decir eternidad, anda. Nos empujas hacia el borde de la cama y descuelgas tus piernas hasta que toques el piso frío, para que nosotros, apoyando los pies en la pared, nos tiremos hacia el único camino por el cual llegamos un poco más allá de eso que es tu simple cuerpo. Y sabes que estamos gimiendo y estamos recordando el cuarto tuyo donde la vieja Carmen, lleno de fotos de hembras en pelota y tú te vas a ir, pero nosotros jamás saldremos.
Ella les dijo que estaba enferma, una vez que leían “Berenice” en voz alta, en la sala de la vieja Carmen. Había sido ese empleado de banco que venía en motocicleta, y ellos lo comenzaron a matar inmediatamente; el hombre se bajó esa noche de su vehículo y gritó el nombre de ella, averiguando por su presencia. De todos modos, los que jugaban billar al frente se prestaron a golpearlo con los tacos y las bolas de marfil. Y había que ver a los alumnos del colegio del segundo piso tirando piedra y tiza sobre el cuerpo ese, había que ver a los de cuarto de bachillerato arrojando los tarros de basura donde las muchachas tiraban sus kotex sucios. La policía llegó y clausuró el colegio del segundo piso. Realmente -y en eso estuvieron todos de acuerdo- era un peligro dejar funcionar libremente un colegio de kinder, primaria y bachillerato aprobado, encima de un salón de billares. Veíamos a los niños y las niñas de kinder humedecer sus tizas en la sangre del tipo para hacer las operaciones de aritmética a varios colores, en los tableros, pero la sangre se secaba antes de tiempo y los resultados no llegaban a entenderse. Fue allí cuando dijiste que no querías vivir más en ese lugar, y te llevamos inmediatamente a La Nueva Eva.
Fíjate que ahora no más, recordábamos al que trabajaba en un banco, aquél que te enfermó, ¿lo tienes presente bajándose de su motocicleta, gimiendo debajo de los tacos de billar que se enterraban en su cuerpo? Te cuento que Alfonso sigue chupándole los dientes a Clara. Hace quince días salimos graduados de bachilleres, hasta salió foto de nosotros en el periódico, muchacha. Nos hubiera gustado que estuvieras presente en el acto de clausura, para que oyeras al cura rector pronunciar un discurso solemne en el cual ensalzaba de un modo increíble el dechado de virtudes nuestras, merced a las cuales seríamos, sin ninguna duda, el auténtico futuro de la patria. Y sabes, Marta a mi lado (la mía, porque la de Guillermo se murió el mes pasado de caccístolitis), apretándome la mano como siempre lo hace ella. Y yo diciéndole siempre que te cojo de la mano así, trato de comunicarte todo lo que siento al tocar tu cuerpo, vainas así por el estilo, como tú nos enseñaste. Toda la plata que se robó Guillermo para regalarte vestidos y tarros de leche Klim para tu niña, ha servido para que en las platerías fundan bandejas de ceremonia y enormes copas de trofeo.
Recuerdas que el hombre tuvo que enterrar viva a su amada para extraerle los dientes, eso lo relató su mayordomo, y los dientes cayeron de la cajita transparente y rodaron por el suelo.
Cuando quieras volver, te mostramos los siete trocitos blancos que guardamos de tu dentadura, porque los otros los botamos, estaban llenos de caries, ¿lo sabías?, y la caja negra, redonda, donde guardamos las puntas de tus senos y bien conservado ese par tuyo de ojos y un poco de tu pelo y mira que hasta vamos a comprar un equipo completísimo de aire acondicionado.
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