
Ignacio Padilla cumple un año de su desaparición física, una pérdida que conmocionó al medio cultural mexicano y al literario en particular. Narrador mexicano, gran cultivador de los relatos breves, miembro de la llamada Generación del Crack, Ignacio Padilla nos dejo libros como La isla de las tribus perdidas (2010), Las fauces del abismo (2014), Todos los osos son zurdos (2010), Amphitryon (1986), Los papeles del dragón típico (2001) y, Los reflejos y la escarcha (2012).
En conmemoración de este primer año sin su presencia física, les dejamos este cuento, Santa Elena en ayunas, publicado el 2015 en la Revista de la Universidad.
SANTA ELENA EN AYUNAS
por Ignacio Padilla
REYES I, 1-15
Humeaban todavía las casas y las calles de Colonia cuando un soldado británico halló en unas minas de carbón las reliquias de los Santos Reyes Magos. Días atrás los aviones de la Royal Air Force habían herido con catorce bombas incendiarias la catedral que conservaba los sagrados huesos desde el siglo del enorme Federico Barbarroja. Cuando al fin entraron a saco en la ciudad, los ejércitos aliados contemplaron su estropicio, maldijeron la chamusquina de torreones y capillas, y temieron en lo más íntimo que sus bombas hubiesen pulverizado el famoso relicario que guardaba los despojos de los tres monarcas bíblicos. Ignoraba el invasor que los fieles de Colonia, habituados desde hacía tiempo a la maldición viajera de aquellas reliquias, las habían escondido antes del bombardeo en la mina de Westfalia donde fue a encontrarlas el soldado inglés. Días más tarde, por instrucción expresa de los altos mandos militares, los restos soberanos serían devueltos a su nicho templario en las deshonradas riberas del Rin.
Pocos saben hoy en día que las reliquias rescatadas de ese modo y en ese entonces no corresponden a los cuerpos de los Santos Reyes Magos. Años más tarde, terminada esa guerra y emprendidas muchas otras, en una reunión de veteranos del frente continental, el mismo soldado inglés anunció a sus camaradas que los esqueletos que ahora reposaban en las criptas de Colonia pertenecían en realidad a tres húsares caídos en Crimea, los cuales habían sido desenterrados por las tropas aliadas en su urgencia por restañar las heridas infligidas a los ciudadanos alemanes. Dijo también el veterano británico que las reliquias por él halladas en la mina de Westfalia eran otras, que se trataba más bien de fósiles de reptiles alados así de grandes, cada uno coronado con una tiara de carbunclos del tamaño de avellanas: así los había encontrado él en el laberinto minero y así los había entregado a sus superiores, que al verlos decidieron conservarlos reemplazándolos por fraudulentos huesos humanos que se encuentran todavía en la capilla sexta de la catedral renana.Nada añadió esa tarde el soldado inglés a su estrambótica denuncia, ni era necesario que lo hiciera: de cualquier modo nadie o casi nadie le creyó. Al terminar su discurso, el veterano apenas recibió el asentimiento desganado de sus camaradas, los más de ellos sordos y advertidos, en parejas circunstancias, de que al Escuadrón 315 lo habrían secuestrado los ovnis y que el cerebro del general Rommel palpitaba todavía, con sus sueños de victoria y sus estrategias brillantes, en los sótanos de algún laboratorio soviético.
Que se sepa, nadie tampoco se ha tomado aún la molestia de confirmar lo dicho aquella tarde por el menguado veterano, no digamos de rastrear el auténtico destino de las osamentas reptiles que se supone fueron halladas por él en la mina carbonífera de Westfalia. La curia alemana, por su parte, lo niega todo y se resiste todavía a que se abra el relicario de Colonia para hacer las experiencias o desmentidos que más vengan al caso.
DRAGONES I, 30-38
Mucho se ha escrito —y más queda aún por escribirse— sobre los dragones que han poblado el mundo y la imaginación fascinada de los hombres desde el principio mismo de los tiempos. Así, por ejemplo, en la versión siríaca de la Carta del Preste Juan, los dragones son tricéfalos y tienen calidades de diversos animales, bien como que encarnan el absoluto de la enormidad y la pluralidad del Mal. Estos dragones o sierpes aladas habrían merodeado en otros tiempos los osarios y los patios de la infame Babilonia, donde dicen que vivió también el valiente Daniel, profeta hebreo y visir de magos en la corte tumultuosa del rey Nabucodonosor.
Este profeta Daniel fue además un conocido domador y matarife de dragones. De ahí que se le asocie muchas veces con el temerario San Jorge y otras veces con los Santos Magos de Oriente, de los que el propio Preste Juan —como sugiere Otón de Freising— habría heredado el Imperio de las Tres Indias, vestigio probable de Babilonia La Grande, no menos poblada de hechiceros, profetas y dragones.
El dragón más famoso de esa misma Babilonia se apellidaba Mushghu. Su cuerpo de elefante tenía escamas a modo de arrugas; en su lomo torreaba una giba de camello o dromedario, y sus patas delanteras se dice que eran pezuñas de alazán lavado. Sólo sus tres cabezas, anguladas en extremo y con bocas de muchos dientes, delataban su condición reptil. La efigie del dragón Mushghu en actitud rampante y con fauces flamígeras adorna en abundancia la puerta de Ishtar y algunos otros edificios de lo que ahora queda en pie de la desdeñada Babilonia.
De ese dragón Mushghu se ha dicho que primero fue visto en sueños por el propio rey pagano Nabucodonosor, y dicen que era sólo una alegoría de los tres grandes dominios del mundo entonces conocido: de África venía el memorioso elefante, de Asia el almenado dromedario, y de Europa el caballo alazán. Por órdenes de Nabucodonosor, los magos babilonios habrían materializado con su alquimia aquel dragón que su rey antes había soñado. Pero una vez que los magos hubieron dado cuerpo y carne a aquella bestia, esta se rebeló contra ellos y se dio a asolar a los propios babilonios, y no hubo entonces capitán osado ni hechicero sabio capaz de reducirlo a su condición primera de ser simbólico o soñado. En mitad de aquel desastre, el rey Nabucodonosor mandó decapitar a sus propios hechiceros y acudió en cambio a las artes de un esclavo israelita llamado Daniel, quien sometió al dragón atacándolo con conjuros y bolas de grasa con cabello de mujeres hebreas que eran, junto con él, esclavas en Babilonia. A partir de entonces el dragón domesticado por el profeta Daniel protegió tanto a los hebreos cautivos como a sus amos babilonios, y el hebreo Daniel entró por la puerta grande de la gracia del contentadizo Nabucodonosor.
Otro viejo texto persa habla asimismo de un gran ejército de magos y guerreros babilonios que vencieron a los escitas guiados por el profeta hebreo Daniel. Estos magos, proclama el texto, cabalgaban sobre una legión de reptiles alados que algo tenían de elefantes, camellos y caballos. No es del todo improbable que esas bestias generosas sobrevivieran al profeta hebreo y a su rey pagano, surcando cielos orientales por largos y pacíficos años hasta que Babilonia se abismó multiplicándose en las Tres Indias dudosas del también dudoso Preste Juan.
REYES II, 16-32
Mal harían los obispos de Colonia en mostrarse afrentados por el robo de una joya santa que también ellos habían robado tiempo atrás. El destino a veces, según el buen discurso de esta historia, nos cobra en vida presente las ofensas de nuestros antepasados: si los celosos alemanes vieron reemplazadas sus reliquias y anublada su ciudad con bombas incendiarias debió de ser porque sus bisabuelos saquearon antes Milán y robaron esas mismas reliquias a los ceñudos milaneses.
Cualquier domingo podríamos convocar a los renanos y recordarles que el asalto a la noble ciudad de Milán ocurrió mucho antes de que los aviones británicos se desaguasen sobre Colonia, mucho antes de esa y otras guerras, en tiempos de su cavernoso emperador Federico Barbarroja. Convendría advertir a los alemanes que los milaneses eran por aquel entonces guardianes de los huesos de los Santos Reyes Magos, y que estos últimos no estaban todavía dentro de un relicario ni en la apacible entraña de una catedral frondosa, sino en tres sarcófagos guardados a su vez en un cajón de mármol dentro de la cripta de San Eustorgio, santuario mucho más modesto que sus futuras residencias en la augusta Colonia o, si hemos de creer al veterano inglés, en los sótanos profanos de la CIA.
Un día de tantos los milaneses del siglo X debieron de ofender de algún modo a Dios y al puntilloso Federico Barbarroja; o acaso sólo encendieron su ambición, que no debía de ser poca a juzgar por sus muchas conquistas y batallas. Lo cierto es que el emperador germano saqueó la ciudad de Milán y midió con su espada a cuantos se opusieron a su imperial antojo. Los milaneses, verdad sea dicha, defendieron flojamente su ciudad: dos días solos tardaron los aguerridos prusianos en reducir el ducado milanés y sus campos excedentes. Aconsejado por el belicoso obispo de Colonia, que lo acompañaba en sus guerras, Federico Barbarroja exigió a los derrotados lombardos que le entregasen de inmediato las reliquias de los Santos Reyes Magos. No sirvió a los milaneses argüir que el receptáculo de mármol solamente contenía los restos de tres santos menores, tediosos y más bien locales: porfió el obispo codicioso, amenazó Federico, y cedieron por fin los milaneses cuando el Emperador Barbarroja ordenó alzar la pesada losa del padrón que custodiaba la caja con los tres sarcófagos.
¿Cuál sería la sorpresa de los invasores prusianos cuando vieron que el receptáculo marmóreo de Milán estaba vacío? ¿Cómo no imaginar los suplicios que impuso y la rabia con que el obispo exigió razón de las sacrosantas osamentas? No sabemos cómo los prusianos dieron finalmente con las reliquias de los reyes; sabemos, en cambio, que ni el obispo ni los sarcófagos llegaron intactos a la noble Colonia: el primero murió en los Alpes intoxicado por una rara fiebre; los segundos se arruinaron en el paso de las huestes alemanas por la ruta de los Cárpatos. El Emperador Barbarroja dispuso entonces que los santos restos fuesen pasados a un modesto baúl de viaje, donde hicieron el resto del camino hasta Renania.
Así fue como los santos huesos acabaron en la capilla sexta de la catedral de Colonia, guardados y sellados en un relicario que forjó para ellos Nicolás de Verdún a golpe de cincel e insomnio. Aquella fue la última gran obra del legendario maese artesano: todavía se le tiene por la más alta y lavada de cuantas forjaron los orfebres góticos. En ese relicario reposaron durante siglos las reliquias de los Santos Reyes Magos o, si hemos de creer al veterano inglés que los halló en las minas de Westfalia, ahí reposaron hasta el siglo XX tres esqueletos serpentinos recamados en carbunclos grandes como avellanas.
DRAGONES II, 40-58
Junto al relicario de los reyes o dragones en Colonia estuvo también por muchos siglos el manuscrito del Actuatium Afligemense, hoy perdido. Conocemos su contenido, sin embargo, porque en él se inspiró Hildesheim para escribir su incontestable Historia Trium Regum. Por ambos textos sabemos que Santo Tomás, apóstol polvoriento e incrédulo, expulsó demonios en Oriente y cristianizó a tres viejos sabios que por entonces reinaban sobre los vestigios de la antigua ciudad de Babilonia.
Cuenta el cronista Hildesheim que Santo Tomás, en sus viajes para evangelizar a persas y medos, conoció a tres ancianos nobles que habían visitado tiempo atrás las tierras primordiales de Israel, cercanas al mar. Aquellos viejos claramente recordaban una estrella que los había guiado hasta un recién nacido bajo el cetro de Herodes Agripa, y así se lo contaron al apóstol peregrino cuando llegó a sus dominios. Tomás, por su parte, escuchó el relato de los viejos reyes con más asombro que paciencia, y llegado el momento contó a estos la parte que a él tocaba relatarles de esa misma historia: les contó lo que había sido de aquel niño en el pesebre; les habló de una infancia milagrera en Nazaret y de una oscura penitencia en el desierto; les describió el rabioso mar de Tiberiades domesticado y de la ofensiva cruz del Gólgota; y les relató por último la noche larga en que él mismo, extenuado en una casa de Emaús, ya no tuvo que hundir la mano en las llagas de su Maestro para reconocer que este había resucitado de entre los muertos según las escrituras. Los ancianos sabios escucharon conmovidos a Tomás, reconocieron en Jesús al recordado niño del pesebre, y admitieron la Salvación que hacía mucho sembrara en ellos la estrella prodigiosa de Belén. Tomás entonces los ungió obispos de aquellas tierras aún plagadas de dragones y partió después hacia su martirio en las faldas del nevado Anangaipur.
Ungidos por el apóstol, los tres sabios gobernaron sus naciones con plegarias, ingenio y justicia hasta que también a ellos les llegó la hora de la muerte. Como no tenían progenie, buscaron en sus lebrillos un heredero hasta encontrarlo en un cabrerizo humilde cuyo nombre original desconocemos. Sabemos sólo que aquellos viejos reyes lo bautizaron con el nombre de Juan en honor al Evangelista, de quien Tomás les había dicho que fue el discípulo más amado del Nazareno.
A este mismo Preste Juan, primero de su larga estirpe y de su nombre, legaron los Santos Reyes Magos todas sus posesiones y casi todos sus secretos. En su historia, el cronista Hildesheim enumera caseríos techados de jade, chozas como palacios, populosas granjas con gusanos de seda, tierras alucinantes y un espejo elevado en una torre que abarcaba el orbe entero. Hildesheim cita, además, un ejército glorioso en elefantes, dromedarios y caballos.
Otro descolorido escrito del siglo XIII niega que el Preste Juan heredase ejércitos tales sino tres dragones de los que siglos atrás, en esa misma Babilonia, había domesticado el profeta hebreo Daniel. Y Dios dijo en sueños al Preste Juan que en esos tres dragones habitaban ahora los espíritus encarnados de sus maestros, los providentes Reyes Magos, por lo que el Preste Juan quiso llamar a sus dragones Ghaspart, Maelchior y Belazar.
Aquellos dragones sobrevivieron a muchos otros prestes, todos ellos poderosos y todos ellos llamados Juan. Por fin un día los tártaros arrasaron y humillaron las Tres Indias. Los espíritus de los Santos Reyes Magos, por boca de los dragones cuyos cuerpos ahora ocupaban, advirtieron al último de los prestes que no se resistiese al Gran Khan ni enviase contra él a su único hijo. Pero el Preste Juan no hizo caso de los advertimientos de sus lúcidos dragones: se resistió a los tártaros del Gran Khan, acabó enterrando a su hijo y perdió para siempre su imperio de esmeraldas, leyes y portentosos espejos.
Se esfumaron, pues, las Tres Indias. Abatido por sus faltas y enlutado por su hijo, el último de los prestes entregó sus dragones al Gran Khan, quien los hizo sacrificar en una roca donde aún están las huellas de sus cuerpos y las manchas de sus sangres. El Preste Juan, muy viejo ya, rescató los cuerpos de los santos dragones, los coronó con tiaras de carbunclos y los hizo conservar en tres sarcófagos. Estos sarcófagos, tocados por un anillo dorado que los ceñía como si fueran uno solo para que nadie osara separarlos, se mantuvo a buen recaudo junto al templo de Daniel hasta el día en que vino a llevárselos Santa Elena, madre de Constantino. Fue ella, acusa Hildesheim, quien llevó aquellas reliquias a Bizancio y metió los tres sarcófagos ceñidos en el inmenso receptáculo de mármol que siglos después sería profanado por Federico Barbarroja en Milán.
REYES III, 33-41
Fuentes de la época aseguran que cuando Federico Barbarroja vio el padrón que contenía los huesos de los reyes en el templo de San Eustorgio, pensó que se trataba de un solo sepulcro reservado a un descomunal gigante. Nostálgicos y arrinconados, los sarcófagos reposaban, como he dicho, en su cajón grandísimo de mármol proconesio cubierto por una losa también de mármol. Dentro estaban los reyes en sus cuerpos de dragones, esquivos desde entonces a miradas europeas, inaccesibles al gusanaje de aquel suelo remoto y sangrado por tribus bárbaras y jinetes de melena espesa. El receptáculo medía dos metros de alto por cuatro y medio de largo por cuatro y medio de ancho, y tenía, dicen las fuentes, una mirilla o ventana pequeña que delataba su carácter de relicario primitivo y más bien asiático. En el seno de aquel enorme cubo, los tres sarcófagos monárquicos estaban unidos por un anillo festoneado en oro de Arabia que prevenía a los forasteros imprudentes contra cualquier intento de separarlos.
Los abatidos milaneses tenían en sus anales muchas historias sobre cómo aquella mole sepulcral habría llegado hasta ellos: la versión menos insensata quería que la propia Santa Elena, madre del emperador Constantino, hubiese dispuesto que en Milán reposara la sacra pacotilla que ella misma habría ido a arrebatar a los antiguos terragales babilonios. Otra versión cuenta que el receptáculo, los sarcófagos, su anilla de oro y los huesos sacros fueron primero llevados por la santa emperatriz a Constantinopla, donde los espectros de los Reyes Magos suspiraron durante siglos por los ríos esmeraldinos y los espejos clarividentes de las Indias del Preste Juan, donde primero se les había enterrado. Y quién sabe si en aquellos fantasmas, serpentinos o humanos, palpitaba desde entonces la sospecha de que todavía les esperaban muchos avatares, y que su fangoso abrigo bizantino no era sino una escala más en su peregrinación por todo lo extendido y dilatado del orbe.
Como quiera que haya sido, es sabido que un día visitó Constantinopla un hombre llamado Eustorgio, famoso ya por su estentórea voz en los concilios contra los arrianos, y más de una vez citado por Agustín de Hipona y su maestro Anselmo. El hombre aquel volvía ahora a solicitar la bendición del emperador Manuel para que le permitiese ser ungido obispo de Milán. Desconocemos ahora las virtudes retóricas de Eustorgio, o qué chantaje habrá podido hacer al emperador Manuel, o qué tesoro habrá ofrecido para cebar sus arcas. Lo cierto es que, además de la bendición imperial, el buen Eustorgio recibió la ofrenda del receptáculo sagrado que Guillermo de Newbury describiría más tarde como un lío de mármol, huesos y nervios con un cerco de oro uniéndolos entre sí.
No alcanzaron, con todo y todo, ni el buen discurso ni los dones de Eustorgio para que el emperador Manuel le ayudara también a trasladar los sarcófagos hasta la ciudad de Milán. De algún modo el santo hombre consiguió en Bizancio un claudicante carro de bueyes, en el cual hizo cargar la mole con los sarcófagos y sus dragones. Luego emprendió su viaje por los perpetuos Balcanes, guiado siempre, según dicen los cronistas, por la misma estrella que cuatro siglos atrás había arrastrado a los santos Reyes Magos hasta Belén de Judá.
Vadeó Eustorgio ríos suevos y eslavos, se rearmó contra los herejes arrianos y compartió pan ácimo con nestorianos y maonitas; en su carreta de desusada carga debió sortear Eustorgio las encrucijadas de los Cárpatos, donde enfrentó la espada herrumbrosa de un bogomilo y los venenos de las zíngaras y las caderas de una odalisca bosnia. Cuando pasaba ya por los bosques transilvanos le salió al paso un lobo grandísimo y fibroso, acaso el mismo que esperó después a Dante en los umbrales del Infierno. Arremetió el lobo a uno de los robustos bueyes del santo; defendió al otro Eustorgio con el trueno de su látigo y las imprecaciones de su fe, puede que también con blasfemias. Dice Guillermo de Newbury que en el combate contra el lobo emergió también, por la ventanilla del receptáculo de mármol, un bestión considerable, con tres cabezas coronadas de carbunclos, a cuya vista el lobo acabó por humillarse. Una vez domesticado el lobo, Eustorgio lo unció al carro en lugar de su buey muerto.
Un copista anónimo ha dejado en los archivos de la Uscula nomen eufrosina una hermosa ilustración de cómo San Eustorgio llegó a Milán con su carro, su buey, su lobo apacible y su gran cubo con sarcófagos musgosos. A la muerte del santo, el Duque de Milán quiso ver los huesos de los Santos Reyes Magos, pero sus vasallos se resistieron arguyendo que San Eustorgio había dispuesto que jamás se abriese el receptáculo ni se separasen los sarcófagos. El duque de Milán castigó con crueldad a su gente y acabó tomándoselas con el párroco del templo, quien murió martirizado en defensa de la última voluntad de su patrono días antes de que el propio duque amaneciese ahogado en un piélago de sangre y bilis negra. Desde entonces el escudo de armas de los duques de Milán y de Ferrara es un campo frisado en rojo con la efigie coronada de un dragón tricéfalo.
DRAGONES III, 60-66
Los abanderados de la escuela evolucionista de Cambridge defienden que el hombre proviene no de los primates sino de las aves, o mejor dicho: de cierto pájaro reptil que surcó tierras y aire en el periodo jurásico. Mucho se ha debatido esta teoría, y no menos se ha dicho que es posible, por otro lado, que esa misma sierpe alada —o el hallazgo de sus huesos por las gentes del periodo cretácico—, sea el origen de la fe de la humanidad en antiguas aves serpentinas y de tamaño considerable.
Si reunimos arbitrariamente ambas teorías, cabe deducir que nuestros supuestos abuelos pterodáctilos serían por ende abuelos nuestros y tatarabuelos ilustres de los dragones que pueblan innúmeras mitologías, encarnizados siempre contra ermitaños devotos y caballeros gallardos. De esta suerte, el extinto pterodáctilo reverdece por derecho propio en el camino ascensional de la consciencia fieramente humana: merced a nuestra indómita capacidad de fabular a partir de lo existente y teorizar con lo sugerente, la ineptitud del dragón para ser saurio de veras se transforma en alegórico vuelo de la grandeza espiritual de ciertos hombres. En la noche del origen, hombre y reptil comparten sus naturalezas y las encabalgan en ciencias, artes y leyendas como en anuncio de que somos finalmente bestias que piensan, seres que una vez se arrastraron con el pecho pegado a tierra para luego alzar el vuelo majestuoso en señal de no hay plazo que no se cumpla ni pecado que no se perdone.
Sobre el feroz pterodáctilo se especula también que sus ciclos migratorios habrían sido vulnerables a ciertas irregularidades astrales, fuera el paso de un cometa o la precipitación de un meteorito en la atmósfera terrestre. Como si se tratara de afirmar estas versiones del movimiento draconiano, en su saga de Percival Chrétien de Troyes cuenta cómo una parvada de dragones anticipa con su vuelo tumultuario la caída de una roca celeste sobre los castillos del enemigo normando de su caballero. Este cuento, al parecer, inspirará más tarde a Phols para sostener que, en tiempos de Augusto César, el paso de un cometa habría incitado una importante migración de alígeros reptiles desde Persia hasta Creta, surcando en su paso el firmamento palestino y ensombreciendo, desde luego, los tejados de Belén.
Hay quien dice que esos fueron los últimos dragones asiáticos, los cuales habrían migrado hacia el Mediterráneo alebrestados menos por el cometa dicho que por el recuerdo de la catástrofe meteórica que antes arrasara a los restantes grandes saurios. Otros piensan que en Asia quedaron todavía algunos dragones después de esa abundante migración, y que allá vivieron y allá murieron cuando los tártaros del Gran Khan invadieron las Tres Indias del Preste Juan. Allá mismo habría ido a buscarlos luego la incansable y Santa Elena para guardarlos en Constantinopla hasta la Segunda Cruzada, cuando fueron acarreados a Milán por el tenaz San Eustorgio.
Acaso sea verdad, a todo esto, lo que una vez escribieron los judiciarios alejandrinos: que así como todo lunar del cuerpo se corresponde con alguno de los trazos destinales de la mano, así también cada cometa redentor tiene su reflejo en un meteorito destructor, como cada mago tiene su descendencia en la encarnación de un dragón.