El perro de Manuela

El perro de Manuela

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por Daniel Ríos

El perro de Manuela está enfermo. Dice el medico de animales que está viejo, cansado, y que por eso le dan achaques y se pone triste, sin ganas de jugar  con nadie. Antes de que Manuela naciera, Rufo ya estaba en esa casa. Recuerda hace no mucho, cuando Rufo corría tras la pelota de esponja roja que ella le aventaba a lo largo y ancho del patio. Por las noches el perro se quedaba afuera de la habitación de ella, cuidándola de las brujas y nahuales que salían de los libros que Manuela leía por las noches con un viejo quinqué y la luz apagada.

Rufo es un perro criollo, grande como labrador, de pelaje café y ojos enormes amielados, tirándole a marrón, será por la edad. Dice Mamá Yuli que lo encontraron de carrocho, recién nacido junto a la primaria donde Manuela fue años después. Que antes como ella, le daban leche en una mamila especial y le encantaban las galletas de chocolate. Que como en ese tiempo no tenían una casa especial para perros, Rufo se quedaba con Mamá Yuli, así juntitos, acurrucados los dos.


Cuenta Mamá Yuli que en la fiesta de tres años de Manuela, Rufo no dejó ni un minuto sola a la niña, que estaba intranquilo al ver a tantísima gente en la casa: el tío Ricky, un grandulón de pelo largo y barba desaliñada hasta las rodillas; tío Mario con sus dos demonios, el Neto y Marianito, (aún hoy Manuela no soporta a esos primos tan pesados y presumidos); la solterona tía Tita y un irlandés pelirrojo que en ese entonces era su novio, el pobre murió en un accidente automovilístico años después, y desde entonces no se le conoce pretendiente alguno a la pobre tía Tita; también ese día Madre llevo a su novio, un abogado del juzgado 25, un hombre alto, calvo de la coronilla, lentes oscuros y un mostacho tupido y rizado, lástima que Madre lo encontró en su departamento acariciando a la secretaria de éste; también acudieron muchos más familiares y amigos que Manuela no conoce y otros que poco o nada recuerda de ellos. Entonces Rufo estaba en posición de proteger a Manuela, como si él supiera que le podían hacer daño, era muy celoso de ella.

Desde ese momento Rufo se convirtió en su protector, su caballero en cuatro patas y lo más importante; en su amigo y confidente. A él le contó el día que el Negro, un compañerito de la primaria le robo un beso a la hora del recreo y como ella, entre enojada y sonrojada, le dio tremenda bofetada que le tiro los lentes al pobre Negro. De boca de ella Rufo supo de las noches que Madre lloraba, quién sabe por qué. Y así paso el tiempo, entre muñecas, juegos de té y tardes bajo la lluvia. Eran buenos, grandes amigos.

Ya adolescente, Rufo se entristeció un poco cuando Manuela entró a la preparatoria, pues ella pasaba más tiempo en el colegio y sus nuevos amigos; salían al cine, a los bailes improvisados en casa de alguien, las tardes en el kiosco y los helados de zapote. Fue entonces que Manuela conoció a Simón, un joven de mirada alegre, pelo castaño, espigado y fornido, parecía destinado a ser una personalidad en todos los sentidos. Manuela lo amó desde el primer día que lo vio entrar al salón de español. Entre abrazos, besos y regalos se les veía felices y dichosos. Todo indica que en un futuro cercano tendrán una fabulosa boda.

Justo en este momento de felicidad y dicha para Manuela, Rufo está enfermo. Dicen que es porque esta viejo, cansado, que llegara el día que éste le faltará a ella. Mamá Yuli, Madre y Manuela lo agasajan de mañana a tarde. Pero Manuela presiente que no sólo es por la edad de Rufo, sabe que tuvo una vida alegre, que era feliz con las pelotas, las tardes en el parque y las golosinas de manteca. Le duele la partida anunciada de Rufo. Sabe que con él se va un pedacito de vida, de esquimos y helados de fresa, de tardes bajo la lluvia y banquetes de tierra y lombrices.

Rufo está enfermo, Manuela un tanto.


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